Siempre fui una persona muy soñadora y, desde muy pequeña, definí los sueños que quería para mi vida: tanto los logros como la persona que soñaba ser. Me esforcé muchísimo por llegar a ser esa persona que anhelaba: una buena persona, amable, con valores. Además de eso, me empeñé en forjar una personalidad que me identificara: una chica fuerte, independiente, capaz de lograr cualquier cosa que se propusiera, que pudiera tachar todos los “no” que se le presentaran escribiendo encima de ellos un “sí”, incansable y capaz de levantarse de todas las caídas con orgullo y esa sonrisa que siempre fue su mayor virtud.
Aunque los problemas en casa siempre me bajaban de mi nube, intenté seguir adelante, hacer oídos sordos y convencerme de que podía lograrlo todo y más. Pero los problemas me superaban. Mientras trataba de construir la vida que anhelaba, también quería que mi hogar reflejara esa visión, hasta que ya no pude más y decidí irme.
Ahora pienso que, si hubiera sabido todo lo que iba a pasar al irme, tal vez lo hubiera reconsiderado. Pero, ¿cómo lo hubiera sabido? Siempre que pienso en eso, me justifico con que fue lo mejor que pude hacer por mi comodidad en ese momento y, bueno, fue lo que había.
Me fui de mi casa para vivir con una pareja. La oportunidad de huir de ese ambiente, junto con otras ventajas que en ese momento me parecían provechosas, hacían que esa fuera “la mejor decisión”. Ya no tenía que viajar para la facu, así que no gastaba en pasajes, todo el ambiente universitario me quedaba cerca, y no tenía dinero para irme a vivir sola. Obviamente, al principio todo era lindo, pero mi error fue hacer las cosas tan rápido con una persona que apenas conocía, y que casi terminó matándome…
Salir con mis amigas, ir a bailar —algo que tanto me encanta—, arreglarme, usar ropa que me gustaba y me hacía sentir linda, tener amigos varones, incluso si ya los tenía desde hacía años, dejar mi celular para estudiar o trabajar sin responder mensajes, subir una foto mía, hablar con mis compañeros de la facultad, y mucho más… Todo eso dejó de ser una opción cuando tomé esa decisión. Pero lo aguantaba, lo callaba y me lo bancaba porque era la “comodidad” que necesitaba en ese momento, hasta que comenzó lo peor: la violencia.
Tantos moretones que ocultar, y los que no se podían ocultar cuando iba a visitar a mi mamá los cubría con un “me caí”. Dolores en el cuerpo por los apretones y empujones, ojos hinchados de tanto llorar, ojeras azules de no dormir en toda la noche por discutir, y al otro día tener que ir a trabajar y estudiar. Tantas faltas de respeto, tanto miedo, tanta manipulación… pero lo aguantaba, lo callaba y me lo bancaba por la supuesta “comodidad”.
Y pasó lo peor, lo que juré que nunca me iba a pasar: me embaracé. Mi mundo ya se estaba desmoronando, y eso fue el último golpe para que cayera completamente. En ese momento no dudé en tomar la decisión por mí, porque no quería traer a alguien al mundo con un padre así. No seguí con el embarazo. Recibí reclamos por no considerar su opinión, pero ya no me importaba, y fue la mejor decisión. Temblando y llorando, aborté sola, y nunca me sentí tan sola y con tanto miedo en mi vida.
Todo ese infierno siguió y siguió, hasta que los golpes y maltratos ya eran inaguantables. Ya no conciliaba el sueño, no podía ni mirarme al espejo y ya no podía más. Estaba tan decepcionada de mí misma. Toda esa personalidad independiente, empoderada y valiente que me había esforzado tanto por construir, la tiré a la basura. Tantas veces me replanteé salir de ese lugar, pero no podía. Tenía vergüenza de contar todo lo que había dejado que me hicieran, miedo de no poder sola, de no tener un lugar a dónde ir, de no ser comprendida.
Estaba en un lugar que cada vez me oscurecía más, sin poder salir. Tenía miedo hasta de estar ahí, y ya mis sueños, logros y metas que más anhelaba como mi carrera se desvanecían porque no podía con ellos, no podía seguir luchando.
Los pensamientos de terminar con todo cada vez eran más fuertes. Incontables veces [contemplaba la posibilidad] pensando en cómo hacerlo, pero no me animaba, investigaba opciones y luego las descartaba. Tantas veces me encerraba adormir en el baño deseando no despertar y que todo terminara de una forma más fácil, sin tener que (…) dar el paso de acabar con todo. Empecé a lastimarme y ni siquiera sabía por qué. (…) Me levantaba todos los días pensando que había arruinado la vida que quise construir y que ya no había vuelta atrás. Mi peor error fue no pedir ayuda, excluir a todos y callar, por miedo, por vergüenza.
Finalmente, una noche de peleas y golpes que duró hasta la mañana y que casi me deja inconsciente, decidí pedir auxilio. No sé cómo me animé; lo hice sin pensarlo, pero lo hice. Salí de ahí, pedí apoyo a mis personas cercanas y no podían creer que yo, “alguien tan independiente”, estuviera pasando por eso.
Por mucho tiempo me seguí sintiendo igual: que me había fallado y, aunque seguía viva, prefería estar muerta porque ya había fallado en la vida. Todo lo que más soñé ser lo había tirado, y no sabía cómo reconstruirlo. Pero ese fue mi mayor error: no perdonarme a mí misma.
Solo seguí, sin ganas, sin fuerzas, pero seguí. Luego de años de sentirme apoyada por mis amigas y amigos —sin ellos tener idea de este proceso horroroso, solo del final— empecé a lograr cosas por mí misma que me hacían sentir feliz y orgullosa de nuevo.
Pequeños logros, uno tras otro, que me volvían a confirmar que yo seguía siendo esa chica que brillaba en el fondo. Fueron el motor de arranque para encontrarme más plena que nunca y no parar de seguir escalando, siempre eligiéndome, puliendo a esa persona que siempre quise ser, recordando que una vez, por descuido, dejé de creer que podía serla. Pero hoy conseguí todo lo que me propuse y logré cosas que ni siquiera me llegué a imaginar, y aún falta mucho más por dar.
Hacer cosas que te hagan sentir orgullosa de ti misma te salva la vida.
Otra cosa que también me hizo muy bien fue contarlo, y más cuando el relato servía de reflexión para personas que pasaban por lo mismo porque la verdad que no le deseaba eso a nadie (…).
Hoy creo que lo más importante es rodearte de círculos de confianza que te puedan salvar. Tal vez no impidan que pases por lo que tengas que pasar, pero te dan esa mínima fortaleza que necesitás para darte cuenta de lo que valés. Y cuando te falte un pilar porque ya te derrumbaste por completo, esas personas que nunca dejaron de verte por lo que sos, no por lo que pasaste, te ayudan a recordar que sos mucho, que siempre te esforzaste por ser mucho y que, para esas personas, sos luz y nunca vas a dejar de serlo.